Por ejemplo, ahora lo que estoy viendo es un árbol.
Es una vereda oscura. La oscurecen las sombras de muchos árboles, de este lado de la calle y del otro. Pero lo que veo yo es el árbol que veo. Apenas si se agitan las ramas más altas, apenas si hay una brisa, parece. En estas veredas de los sueños las luces vienen de lugares extraños: uno no ve el foco de luz, uno no ve el rayo. Uno ve las cosas e intuye la luz si se pone a pensar, como ahora hago, por ejemplo, que está viendo un árbol. Y podría quedarme aquí. Podría quedarme viendo a mi árbol
(¿mi árbol?)
por un buen rato, hasta que el despertador me devolviera a la habitación donde te encontraría dormida con esa paz con la que dormís, como si en realidad fueras la niña cándida que pansás que sos y que cualquiera se creería que sos si se dejara arrastrar por tus frases dichas a medias. Podría quedarme viendo este árbol mío (¿mío?) que apenas si se mueve y que debe llevar plantado en el frente de esa casa decenios antes de que naciéramos.
La casa. Hasta ahora no la había visto. Algo de afuera debe haber llegado a mi tranquila vereda en penumbras, porque ahora veo la casa e intuyo el árbol. Intuyo la corteza vieja e intuyo las marcas que dejó un compás que escribió una inicial torpe como un tatuaje de presidiario. Hay que presionar mucho, mucho para poder llegar a la parte blanda de adentro y dejar una inicial perdurable. He perdido el compás trazando tu inicial (intuyo que ha pensado quien ha marcado la corteza del árbol que ya no veo). He destrozado el compás para inmortalizarte y ahora me quedo rondando las veredas para retrasar la paliza que van a darme, porque cuesta muchísimo volver a tener un compás. Eso intuyo que piensa, dice, hace quien ha escrito la inicial. Ya no está. Vive en el sueño de otro o en otro sueño mío. Lo que hay es una casa con una ventana en el segundo piso. Y una sombra.
Enfrente, en la pared del cuarto cuya ventana da a la vereda, veo moverse las sombras de las ramas más altas del árbol. Cosa extraordinaria esto de ver solamente las sombras. En el costado se adivina la puerta entreabierta de un dormitorio, porque es un dormitorio lo que veo. La nena no duerme. Está dando vueltas y vueltas en la cama, porque todavía no ha aprendido el sortilegio que sirve para llamar al sueño, no como vos. No se cree cándida y no sabe más que asustarse, la pobre. Por la rendija delgada que forma la puerta entreabierta se acerca la sombra, claro.
Te has sacudido en sueños. Has dicho algo. Si alguien nos estuviera viendo desde enfrente, si hubiera un ventanal, si eso fuera posible, ese alguien habría visto tu sacudida y me habría visto fruncir el ceño. Hay puertas que deberían dejarse cerradas, hay puertas que no puedo cerrar en un sueño desde otra vereda ¿No ves? Las sombras de las ramas del árbol apenas si se mueven. Y la sombra de brazos largos que se acerca, lo hace tan lentamente que se funde con las otras sombras.
Vos has vuelto a encontrar la paz y respirás tranquila. La nena se ha dado la vuelta y ha cerrado los ojos y está muerta de miedo. Vos has dicho algo, yo he fruncido el ceño, la sombra se ha acercado más y la nena se muere de miedo. No le hemos servido para nada. Vos has vuelto a encontrarte con tu tranquilidad. Yo he vuelto a irme por las ramas. He destrozado el compás, he herido al árbol y la sombra sigue avanzando, tranquila igual que vos, porque igual que vos tiene toda la noche por delante.
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