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Saturday, May 14, 2011

Fantasmas

Los fantasmas no existen, dice mi Papá. Pero no lo dice muy convencido y eso siempre me ha hecho sospechar que no se lo cree. No sería la primera vez que me miente para que no me asuste. La cosa es que él no sabe que yo sé cuándo no me está diciendo algo completamente cierto. Lo sé por el tono de su voz y por la forma torpe en que esquiva la mirada. El caso es que quiere parecer convicente y no le sale. Y tiene la mala suerte de que ahora ya soy grande y lo adivino. Uno adivina a los que ama, a veces. Que no se atreva a decirlo porque tal vez hay razones de peso para callar, es otra historia. Y tengo, todavía, tantas ganas de creerle cuando dice que no existen los fantasmas que me convenzo por un rato de que no me miente.

Por mi parte, sé que existen. Lo sé porque puedo verlos. Desde que nací. A veces me siento muy culpable por poder verlos. A veces me niego a creer que los estoy viendo, tan tenues y volátiles. A veces deseo que una palabrita mágica los haga desaparecer, y a veces la palabra no llega. La palabra mágica que hace desaparecer a los fantasmas nunca se conoce de antemano, y ésto dicho, acabo de revelar el misterio más grande que tiene ésta historia. Por puro vicio de contar, voy a seguir con lo que cuento. Creéme: hay fantasmas por todos lados. Para muestra, baste la historia del que ví el lunes.

No me extrañó encontrármelo de día bajo la sombra de un árbol, esperando el autobús número sesenta que va, hasta donde puedo saber, del Campus Nord a Vall d'Hebron, ida y vuelta. Otras veces lo había percibido entre la gente que no lo veía, pero como suelo estar conversando con alguien, y además francamente la tristeza eterna de los fantasmas me pone de bastante mal humor, simplemente apartaba la vista. Pero el lunes me le acerqué, después de ver dos de sus infructuosos intentos por subirse al autobús.
Pobre. Estaba solito en la parada y hacía señas, pero ninguno de los dos conductores que pasaron fue capaz de verlo, y no pararon. Yo miraba desde el asiento de la plaza que está frente al Nexus, entre el café Versailles y la biblioteca. Hablaba con vos por teléfono, me acuerdo. Quería abrazarte. Mi ánimo iba poniéndose melancólico cuando llegó el tercer sesenta. Melancólico puedo ser un poco insoportable y decidí despedirme, cosa que siempre me cuesta. Me paré y me acerqué a la esquina, frente al cuartel del Bruc, para mirar mejor el triste espectáculo que ya preveía. Melancólico pero morboso, sí señor. De todas formas sabía que no iba a reírme.
Una chica gorda y con cara de exámen, cargada con una mochila pesada y medio ahorcada con los cables de su iPod, llegó corriendo e hizo señas al autobús. El conductor paró. Las puertas se abrieron y la chica gorda empezó a luchar con las cosas que traía, tratando de respirar, mantener el equilibrio de sus pertenencias y subirse, todo a la vez.
El fantasma asió (es un decir) la barandilla para subir y su mano pasó a través de la materia sólida. Dos veces. La chica gorda tardaba en subirse y ésto le dio tiempo al fantasma para hacer un tercer intento: levantó el pie los diez centímetros entre la vereda y el primer escalón del autobús, y al apoyarlo (es un decir), el pie pasó limpiamente a través del piso, y se quedó asentado de plano en el pavimento. La puerta ya se cerraba atravesando su pierna sumergida en el interior. Cuando el vehículo se puso en marcha y abandonó la parada, la mitad de la pierna del fantasma atravesó toda la longitud de los dos tramos del sesenta. El pie se apoyaba en la tierra, cosa que no sé explicar, mientras el fantasma veía alejarse el autobús por la cuesta, subiendo hacia la Ronda de Dalt, donde el tráfico a esas horas es una embolia. El fantasma lo vio alejarse con cara de sorpresa, como si fuera la primera vez, como si no pudiera darse cuenta de que tales cosas pasan cuando se es fantasma, como si no pudiera entender a fuerza de tanto intento fallido, que hay cosas que se nos niegan porque así es como es, fantasma o no fantasma. Me dió lástima tanta estupidez, que parece ser parte de la naturaleza de estos seres, y me le acerqué de frente y sin esconderme para no asustarlo, porque sé que son muy llanos y que se asustan con facilidad.

"Hola" le dije para empezar, aun sabiendo que no me contestaría, de momento. Eso ya me puso incómodo, pero seguí. "Hoy hace sol ¿vió?"
El fantasma levantó sus ojos hacia el Este, perdido en el cielo azul durante dos o tres minutos. "Hace sol", dijo, y por cómo le costó articular la oración unimembre me dí cuenta que hacía mucho que no hablaba.
"¿Adónde vas?", pregunté. Fue como pedirle que desarrollara oralmente y con lujo de detalles un completo análisis de la obra literaria de Thomas Mann. Estuvo pensando por el rato que dura un cigarrillo y al final dijo "No lo sé". Dos veces lo dijo: "No lo sé".
"Esperabas el sesenta", le dije. "¿Ah sí?", me contestó. Y no pude evitar volver a pensar en la profunda y sórdida estupidez de estas criaturas. Tanta estupidez sí que asusta. "No sé por qué esperaba el sesenta. No sé qué es el sesenta. No sé qué hago aquí.", dijo en un ataque de verborragia que me sorprendió. Ahora esto se parecía a una conversación. Qué extraño.
"El autobús, digo", dije para ponerlo un poco en órbita. Entonces sonrió. "¡Ah! ¡Síiiii! ¡Voy al hospital, por lo de la diálisis!", dijo como si contara que iba a un concierto de rock, a un baile, a una fiesta. "La diálisis." , repitió, y en sus ojos apareció la expresión que se aparece en los ojos de los que recuerdan al primer amor.
En la esquina, otro sesenta venía doblando la curva. Le hice señas y paró. Tomé la mano del fantasma (eso también puedo), subí y me lo llevé hasta el fondo del autobús. Por respeto no me puse los auriculares. Guardé en mi bolsillo el móvil que todavía tenía en la mano y me puse a mirar el reflejo del fantasma en la ventanilla. Quedaban horas de sol.
El autobús escaló Gran Capitán hasta la Ronda, dobló a la derecha y se sumergió en el túnel. Pasamos a velocidad de tortuga por espacio de tres salidas y a velocidad de vértigo por espacio de otras dos. El conductor tomó la salida cinco, frente al Olímpico de Tenis y nos bajamos en la siguiente parada. Lo tomé de la mano para que pudiera bajar pisando los escalones. Eso también puedo.
Ya que estaba, y como debía volver al Campus a seguir con mis cosas, crucé con él la avenida por el paso elevado para peatones y lo dejé en la puerta del hospital. No me miró ni se despidió cuando solté su mano. Entró al complejo y se perdió entre la gente que iba y venía. Caminé hasta la parada del sesenta que hace el recorrido inverso y esperé los cinco minutos de rigor. Subí, pasé mi tarjeta por el lector y busqué un asiento. Subía mucha gente más. Cuando el autobús ya se ponía en movimiento me volví para mirar y lo ví, tratando infructuosamente una y otra vez de que su pie se apoyara en el primer escalón de las escaleras mecánicas.

Tal vez un día de éstos lo busque en la parada del sesenta. Si está allí, significa que alguien volvió a darle la mano. Entonces, pienso, sería como darle la mano a quien le dio la mano a él, de algún modo. De algún modo, supongo, las manos que se encuentran de una manera o de otra le dan sentido a la absolutamente cierta aunque completamente absurda existencia de los fantasmas.

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