Cuentitos y musiquita. Who cares?

No se pierden nada

Sunday, May 22, 2011

No puedo no

Mirarte. No puedo no.
Si pudieras sostenerme no sería igual. Demasiado peso.
Quiero pesar. Dar el peso. Dar la talla, hacerme sentir.
Eso intento. No puedo no.
Mirarte, digo.

Pierce Brosnan en...




"Perro Mirando al Sorete"

Un film de Eliseo Mibiela

Friday, May 20, 2011

The Fiddle And the Drum

You say we have turned
Like the enemies you've earned.

"The Fiddle and the Drum" es una canción que solía cantar Joni Mitchel. La que cuelgo en el link está versionada a partir de la que cantan los genios de "A Perfect Circle".
Ta mañana.

Thursday, May 19, 2011

Lo que queda rondando

Ella tenía un vestidito que le colgaba de los hombros. Ahora creo que el vestidito era naranja con flores pequeñitas en rojo. De cierto no lo sé porque la veo a trasluz. Siempre hay un sol detrás de ella, siempre me encandila, no veo sus ojos. Sí sé que, fuera cual fuese el acorde, se moría de amor. Sí sé que despeinábamos el césped con la mano, con mi mano, con su mano, con las dos. Después corría, y tanto corría y tanto corrió que ahora sólo tengo el trasluz. No sé de qué color era el vestidito. No sé si su voz era grave como quiero que sea. No sé ni siquiera la letra con la cual empezaba su nombre, para empezar.
Es decir, no puedo nombrarla.
Camila dice lo que quiere, nombra a quien quiere delante mío. Soy su papá, y por tanto con más razón se agiganta en la consecuencia. Con más razón enuncia, porque es absolutamente transparente. No esconde porque sabe que juego para su lado. Cuenta conmigo, y no concibe la mentira o el ocultamiento porque no concibe la traición de mi parte. Hace bien. Hace bien.
Ella tenía un vestidito que le colgaba de los hombros. Despeinábamos el césped, se iba en un contraluz. Pero si no puedo decir su nombre, no me sirve para nada.

Tuesday, May 17, 2011

Un tango

"Flores en su entierro" es un tango que cantaba Fito Páez a finales del Siglo pasado. Aquí una versión bastante descuidada.

Saturday, May 14, 2011

Fantasmas

Los fantasmas no existen, dice mi Papá. Pero no lo dice muy convencido y eso siempre me ha hecho sospechar que no se lo cree. No sería la primera vez que me miente para que no me asuste. La cosa es que él no sabe que yo sé cuándo no me está diciendo algo completamente cierto. Lo sé por el tono de su voz y por la forma torpe en que esquiva la mirada. El caso es que quiere parecer convicente y no le sale. Y tiene la mala suerte de que ahora ya soy grande y lo adivino. Uno adivina a los que ama, a veces. Que no se atreva a decirlo porque tal vez hay razones de peso para callar, es otra historia. Y tengo, todavía, tantas ganas de creerle cuando dice que no existen los fantasmas que me convenzo por un rato de que no me miente.

Por mi parte, sé que existen. Lo sé porque puedo verlos. Desde que nací. A veces me siento muy culpable por poder verlos. A veces me niego a creer que los estoy viendo, tan tenues y volátiles. A veces deseo que una palabrita mágica los haga desaparecer, y a veces la palabra no llega. La palabra mágica que hace desaparecer a los fantasmas nunca se conoce de antemano, y ésto dicho, acabo de revelar el misterio más grande que tiene ésta historia. Por puro vicio de contar, voy a seguir con lo que cuento. Creéme: hay fantasmas por todos lados. Para muestra, baste la historia del que ví el lunes.

No me extrañó encontrármelo de día bajo la sombra de un árbol, esperando el autobús número sesenta que va, hasta donde puedo saber, del Campus Nord a Vall d'Hebron, ida y vuelta. Otras veces lo había percibido entre la gente que no lo veía, pero como suelo estar conversando con alguien, y además francamente la tristeza eterna de los fantasmas me pone de bastante mal humor, simplemente apartaba la vista. Pero el lunes me le acerqué, después de ver dos de sus infructuosos intentos por subirse al autobús.
Pobre. Estaba solito en la parada y hacía señas, pero ninguno de los dos conductores que pasaron fue capaz de verlo, y no pararon. Yo miraba desde el asiento de la plaza que está frente al Nexus, entre el café Versailles y la biblioteca. Hablaba con vos por teléfono, me acuerdo. Quería abrazarte. Mi ánimo iba poniéndose melancólico cuando llegó el tercer sesenta. Melancólico puedo ser un poco insoportable y decidí despedirme, cosa que siempre me cuesta. Me paré y me acerqué a la esquina, frente al cuartel del Bruc, para mirar mejor el triste espectáculo que ya preveía. Melancólico pero morboso, sí señor. De todas formas sabía que no iba a reírme.
Una chica gorda y con cara de exámen, cargada con una mochila pesada y medio ahorcada con los cables de su iPod, llegó corriendo e hizo señas al autobús. El conductor paró. Las puertas se abrieron y la chica gorda empezó a luchar con las cosas que traía, tratando de respirar, mantener el equilibrio de sus pertenencias y subirse, todo a la vez.
El fantasma asió (es un decir) la barandilla para subir y su mano pasó a través de la materia sólida. Dos veces. La chica gorda tardaba en subirse y ésto le dio tiempo al fantasma para hacer un tercer intento: levantó el pie los diez centímetros entre la vereda y el primer escalón del autobús, y al apoyarlo (es un decir), el pie pasó limpiamente a través del piso, y se quedó asentado de plano en el pavimento. La puerta ya se cerraba atravesando su pierna sumergida en el interior. Cuando el vehículo se puso en marcha y abandonó la parada, la mitad de la pierna del fantasma atravesó toda la longitud de los dos tramos del sesenta. El pie se apoyaba en la tierra, cosa que no sé explicar, mientras el fantasma veía alejarse el autobús por la cuesta, subiendo hacia la Ronda de Dalt, donde el tráfico a esas horas es una embolia. El fantasma lo vio alejarse con cara de sorpresa, como si fuera la primera vez, como si no pudiera darse cuenta de que tales cosas pasan cuando se es fantasma, como si no pudiera entender a fuerza de tanto intento fallido, que hay cosas que se nos niegan porque así es como es, fantasma o no fantasma. Me dió lástima tanta estupidez, que parece ser parte de la naturaleza de estos seres, y me le acerqué de frente y sin esconderme para no asustarlo, porque sé que son muy llanos y que se asustan con facilidad.

"Hola" le dije para empezar, aun sabiendo que no me contestaría, de momento. Eso ya me puso incómodo, pero seguí. "Hoy hace sol ¿vió?"
El fantasma levantó sus ojos hacia el Este, perdido en el cielo azul durante dos o tres minutos. "Hace sol", dijo, y por cómo le costó articular la oración unimembre me dí cuenta que hacía mucho que no hablaba.
"¿Adónde vas?", pregunté. Fue como pedirle que desarrollara oralmente y con lujo de detalles un completo análisis de la obra literaria de Thomas Mann. Estuvo pensando por el rato que dura un cigarrillo y al final dijo "No lo sé". Dos veces lo dijo: "No lo sé".
"Esperabas el sesenta", le dije. "¿Ah sí?", me contestó. Y no pude evitar volver a pensar en la profunda y sórdida estupidez de estas criaturas. Tanta estupidez sí que asusta. "No sé por qué esperaba el sesenta. No sé qué es el sesenta. No sé qué hago aquí.", dijo en un ataque de verborragia que me sorprendió. Ahora esto se parecía a una conversación. Qué extraño.
"El autobús, digo", dije para ponerlo un poco en órbita. Entonces sonrió. "¡Ah! ¡Síiiii! ¡Voy al hospital, por lo de la diálisis!", dijo como si contara que iba a un concierto de rock, a un baile, a una fiesta. "La diálisis." , repitió, y en sus ojos apareció la expresión que se aparece en los ojos de los que recuerdan al primer amor.
En la esquina, otro sesenta venía doblando la curva. Le hice señas y paró. Tomé la mano del fantasma (eso también puedo), subí y me lo llevé hasta el fondo del autobús. Por respeto no me puse los auriculares. Guardé en mi bolsillo el móvil que todavía tenía en la mano y me puse a mirar el reflejo del fantasma en la ventanilla. Quedaban horas de sol.
El autobús escaló Gran Capitán hasta la Ronda, dobló a la derecha y se sumergió en el túnel. Pasamos a velocidad de tortuga por espacio de tres salidas y a velocidad de vértigo por espacio de otras dos. El conductor tomó la salida cinco, frente al Olímpico de Tenis y nos bajamos en la siguiente parada. Lo tomé de la mano para que pudiera bajar pisando los escalones. Eso también puedo.
Ya que estaba, y como debía volver al Campus a seguir con mis cosas, crucé con él la avenida por el paso elevado para peatones y lo dejé en la puerta del hospital. No me miró ni se despidió cuando solté su mano. Entró al complejo y se perdió entre la gente que iba y venía. Caminé hasta la parada del sesenta que hace el recorrido inverso y esperé los cinco minutos de rigor. Subí, pasé mi tarjeta por el lector y busqué un asiento. Subía mucha gente más. Cuando el autobús ya se ponía en movimiento me volví para mirar y lo ví, tratando infructuosamente una y otra vez de que su pie se apoyara en el primer escalón de las escaleras mecánicas.

Tal vez un día de éstos lo busque en la parada del sesenta. Si está allí, significa que alguien volvió a darle la mano. Entonces, pienso, sería como darle la mano a quien le dio la mano a él, de algún modo. De algún modo, supongo, las manos que se encuentran de una manera o de otra le dan sentido a la absolutamente cierta aunque completamente absurda existencia de los fantasmas.

Friday, May 13, 2011

La última semana...

"La ultima semana beatificamos un papa, casamos un príncipe, hicimos una cruzada y matamos un moro. ¡Bienvenidos a la Edad Media!"
(Mariano, oyente de "La Venganza Será Terrible" con Alejandro Dolina, Radio Nacional - AM870)

Tuesday, May 10, 2011

El compás

Por ejemplo, ahora lo que estoy viendo es un árbol.
Es una vereda oscura. La oscurecen las sombras de muchos árboles, de este lado de la calle y del otro. Pero lo que veo yo es el árbol que veo. Apenas si se agitan las ramas más altas, apenas si hay una brisa, parece. En estas veredas de los sueños las luces vienen de lugares extraños: uno no ve el foco de luz, uno no ve el rayo. Uno ve las cosas e intuye la luz si se pone a pensar, como ahora hago, por ejemplo, que está viendo un árbol. Y podría quedarme aquí. Podría quedarme viendo a mi árbol
(¿mi árbol?)
por un buen rato, hasta que el despertador me devolviera a la habitación donde te encontraría dormida con esa paz con la que dormís, como si en realidad fueras la niña cándida que pansás que sos y que cualquiera se creería que sos si se dejara arrastrar por tus frases dichas a medias. Podría quedarme viendo este árbol mío (¿mío?) que apenas si se mueve y que debe llevar plantado en el frente de esa casa decenios antes de que naciéramos.
La casa. Hasta ahora no la había visto. Algo de afuera debe haber llegado a mi tranquila vereda en penumbras, porque ahora veo la casa e intuyo el árbol. Intuyo la corteza vieja e intuyo las marcas que dejó un compás que escribió una inicial torpe como un tatuaje de presidiario. Hay que presionar mucho, mucho para poder llegar a la parte blanda de adentro y dejar una inicial perdurable. He perdido el compás trazando tu inicial (intuyo que ha pensado quien ha marcado la corteza del árbol que ya no veo). He destrozado el compás para inmortalizarte y ahora me quedo rondando las veredas para retrasar la paliza que van a darme, porque cuesta muchísimo volver a tener un compás. Eso intuyo que piensa, dice, hace quien ha escrito la inicial. Ya no está. Vive en el sueño de otro o en otro sueño mío. Lo que hay es una casa con una ventana en el segundo piso. Y una sombra.
Enfrente, en la pared del cuarto cuya ventana da a la vereda, veo moverse las sombras de las ramas más altas del árbol. Cosa extraordinaria esto de ver solamente las sombras. En el costado se adivina la puerta entreabierta de un dormitorio, porque es un dormitorio lo que veo. La nena no duerme. Está dando vueltas y vueltas en la cama, porque todavía no ha aprendido el sortilegio que sirve para llamar al sueño, no como vos. No se cree cándida y no sabe más que asustarse, la pobre. Por la rendija delgada que forma la puerta entreabierta se acerca la sombra, claro.
Te has sacudido en sueños. Has dicho algo. Si alguien nos estuviera viendo desde enfrente, si hubiera un ventanal, si eso fuera posible, ese alguien habría visto tu sacudida y me habría visto fruncir el ceño. Hay puertas que deberían dejarse cerradas, hay puertas que no puedo cerrar en un sueño desde otra vereda ¿No ves? Las sombras de las ramas del árbol apenas si se mueven. Y la sombra de brazos largos que se acerca, lo hace tan lentamente que se funde con las otras sombras.
Vos has vuelto a encontrar la paz y respirás tranquila. La nena se ha dado la vuelta y ha cerrado los ojos y está muerta de miedo. Vos has dicho algo, yo he fruncido el ceño, la sombra se ha acercado más y la nena se muere de miedo. No le hemos servido para nada. Vos has vuelto a encontrarte con tu tranquilidad. Yo he vuelto a irme por las ramas. He destrozado el compás, he herido al árbol y la sombra sigue avanzando, tranquila igual que vos, porque igual que vos tiene toda la noche por delante.